Cuando el librero José María
Bocabella compró el amplio solar con el propósito de construir en él un templo
expiatorio que estuviera dedicado a la Sagrada Familia, sus intenciones reales
no eran ciertamente la que luego se hicieron realidad.
Para él hombre de profunda
religiosidad, el fin primordial era crear un baluarte de la fe, un claro punto
de referencia espiritual dentro del recinto de Barcelona, una ciudad que si iba
desarrollando rápidamente según lo planos de los arquitectos Cerdá (1859)
Rovira (1868).
Planos que habían dado
preferencia al sistema que proponía como esquema urbanístico básico una
monótona repetición de bloques cuadrados, pero que parecía demasiado
“modernista” a todos los que consideraban que Cataluña era una especie de isla
que debían defender de los asaltos del exterior.
Para contrastar con una geometría
urbana tan pobre, el nuevo templo debería tener una estructura que recordara la
de las antiguas catedrales, para
conseguir que así fuera se eligió a arquitecto Francisco de Paula del Villar,
quien realizó el proyecto “gótico”.
Según los planos de Villar, la iglesia debería
medir 97 metros por 44, tener una planta en cruz latina, tres naves y un amplio
ábside semicircular que albergaría nueve capillas; en e] centro estaba prevista
una cripta, cuyas obras fueron las primeras, que se iniciaron, el día 1 de
marzo de 1882. Pero ocurrió que, al cabo de pocos meses, empezaron las
discrepancias entre Villar y el arquitecto Martorell, figura de primera
categoría en el ambiente artístico catalán y amigo y consejero del librero Bocabella.
Villar dimitió, y Martorell,
invitado a ocupar su puesto, lo rechazó, pero aconsejando confiar la
prosecución del trabajo al joven Gaudí, ayudante suyo en algunas obras y
compañero del librero en los peregrinajes a Montserrat. Así fue como el 3 de
noviembre de 1883 el artista empezaba la obra a la, que había de dedicar gran
parte de su vida, hasta el punto de hacer de ella, ya en los años de su vejez,
el objeto en el que convergirían todos sus pensamientos y todas sus
actividades. Gaudí no elaboró en seguida el proyecto definitivo, sino al
contrario, tardó mucho en llegar a este resultado, pues como se pone de
manifiesto en los numerosos esbozos que dejó, la visión completa del conjunto
no estuvo clara para él hasta los últimos años de su vida.
Este proceder, que obedecía a
intuiciones sucesivas, era típico del maestro catalán; llegaba a la definitiva
expresión creadora a través de una gradual aproximación, dejando sedimentar
poco a poco sus ideas hasta que se traducían en una forma concreta. Por otro
lado, su fantasía, puramente plástica e inclinada al empleo de todos los
materiales disponibles (hormigón, piedra, ladrillo, hierro, pasta vidriada,
cerámica), no podía reducirse al limitado campo de una hoja de papel, al
esquematismo bidimensional de un dibujo, sino que sentía la imperiosa exigencia
de modelar en el espacio, de trabajar directamente, aunque fuera a escala reducida,
sobre la misma materia.
En un principio Gaudí se sintió
en cierta manera influido y mediatizado por el esquema impuesto por su
predecesor, pero su indecisión duró muy poco, no tardando en transformar la
cripta, que era el único elemento parcialmente definido. Elevó diez metros la
altura de la bóveda y pronto dejó intuir lo que después sería el fin supremo de
su trabajo: dar la máxima verticalidad a las estructuras para recrear no los
resultados formales del gótico, sino el espíritu que animó a los artífices de
este estilo. Con este fin, Gaudí, que con frecuencia fue considerado como un
arquitecto gótico que había llegado al mundo con enorme retraso, abolió dos
elementos esenciales del gótico “verdadero”: los arcos apuntados y el
contrapunto de arbotantes y contrafuertes, que él mismo calificaba como las
“muletas” de los edificios. (imagen: Antoni Gaudí)
En su lugar introdujo el arco
parabólico y la inclinación de las columnas según la resultante de la
composición de los pesos que sobre ellas gravitaban, lo mismo que “un tronco de
árbol se inclina según la masa de las hojas sostenidas, por las ramas”.
Siguiendo con el proyecto, Gaudí fue modificando por completo los planos de
Villar, extendiendo el primitivo programa de una “representación sagrada” a una
amplitud, complejidad y audacia tales que fue mucho más allá de las intenciones
y fantasías del más ambicioso y previsor proto maestro gótico.
Las dimensiones fueron entonces
de 120 metros por 40, a fin de que hubiera espacio para una planta en cruz
latina con cinco naves, completada con doce campanarios (los doce apóstoles) y
con un cimborio que representaba la gloria de Jesucristo. Dicho cimborio debía
alcanzar una altura de 160 metros, es decir, superior a la de San Pedro,
detalle que, demuestra que la simbología cristiana iba acompañada también del
orgullo del catalán, aunque católico entre los católicos; es el mismo orgullo
que, extendido a toda la hispanidad, le hará representar también las ciudades
de Valencia, Granada, Toledo, Burgos, Valladolid, Santiago y Sevilla en las
ocho columnas anteriores de la nave central.
Las cuatro columnas mayores,
destinadas a sostener el cimborio, debían reproducir a los cuatro evangelistas,
Mateo, Marcos Lucas y Juan. Los apóstoles, distribuidos en grupos de cuatro y
dispuestos en forma de campanario, vigilarían las tres entradas, cada una de
ellas con tres puertas que simbolizaban la Fe, la Esperanza y la Caridad. La
entrada de levante se dedicaba al Nacimiento y a la Epifanía de Jesús; la de
poniente a su Pasión y Muerte, y la de mediodía, la principal, a su Gloria y al
Juicio Final. Pero lo que asombra de un proyecto semejante no es la correspondencia
biunívoca entre los elementos arquitectónicos y la historia sagrada llevada
hasta las últimas consecuencias, sino la previsión de que toda esa estructura
se iba a completar con centenares y centenares de estatuas en bulto redondo o
en alto relieve y además con paredes pintadas, esmaltes, mayólicas, pastas de
vidrio y hierros forjados.
Frente a tal profusión, frente a
una orgía tal de medios expresivos, algunos investigadores han opinado que
debían considerar a Gaudí como barroco. Sin embargo, su personalidad, vinculada
a sus orígenes —y Gaudí lo estuvo visceralmente—, traspasa de tal manera los
límites de cualquier tradición que el arquitecto no puede integrarse en ninguna
clasificación conocida. Quizá por esto el artista catalán fue ignorado durante
mucho tiempo por la crítica contemporánea. Con la excepción de un juicio
positivo de Le Corbusier en 1928, o una interpretación de “barroco” por parte
de Cassau en 1933 y otra desde el punto de vista surrealista de Dalí, su nombre
fue prácticamente ignorado por las vanguardias artísticas europeas, que sólo se
dieron cuenta de su valía y de la trascendencia de su obra después de la
segunda Guerra Mundial, cuando hacía ya veinticinco años que había
desaparecido, dejando, como recuerdo de su extraordinaria fantasía, esbozos.
maquetas, anotaciones y apuntes del templo, pero por desgracia menos
testimonios concretos.
En efecto, la Sagrada Familia, en
el momento en que murió su creador, se reducía prácticamente, o sea en cuanto a
elementos construidos, a la cripta, a parte del ábside y a la fachada del’
Nacimiento, estando en construcción las torres que habían de dar la
inconfundible característica gaudiniana a todo el templo. Y llegando aquí
conviene hacer un breve recorrido de las etapas cronológicas de los trabajos:
el 19 de marzo de 1885 se celebró la misa en la cripta, que aún no se había
cubierto; entre 1887 y 1893 se construyen las paredes del ábside; mientras
tanto se cubre la bóveda de la cripta, ultimada en 1891. Después se iniciaron
los trabajos de la fachada del Nacimiento: en 1903 se completan las estructuras
básicas y los portales; el primer campanario se concluyó en 1918 y el segundo
en enero de 1926.
Después de la muerte de Gaudí, el
arquitecto Sugranyes acabó la construcción de las torres que faltaban, y tras
un largo período en que las obras estuvieron suspendidas, los arquitectos
Quintana, Bonet Garí y Puig Boada levantaron la fachada de la Pasión, cuyas
torres quedaron completadas en 1976. Es poco, ciertamente, en relación con la
suma de energías gastadas y de los esfuerzos realizados; pero aun así, lo que
hasta su muerte pudo llevar a término testimonia su capacidad y su genio para
crear nuevas formas y para dominar la materia “inventa- da” para componerlas. Y
para demostrarlo basta ver las agujas con las que terminan los cuatro
campanarios, que “parecen hechas por el mismo hombre que las concibió”. Las
catedrales nunca, o casi nunca, han podido ser la obra de un solo hombre.
Tampoco podía serlo la Sagrada
Familia de Barcelona, por sus colosales dimensiones. por lo ambicioso de su
concepción, por la fabulosa cantidad de elementos secundarios y marginales que
han, de figurar en su decoración y por la misma inquietud artística del propio
Gaudí, que le impulsaba constantemente a cambiar, a renovarse, a superarse
siempre en una tarea sin fin. La Sagrada Familia nació como un deseo colectivo;
por ello, en Cataluña, muchos están convencidos de que debe acabarse. En este
sentido se han realizado algunos intentos y otros se están llevando a cabo.
Para ello existen los diseños de Gaudí y sus maquetas, algunas reconstruidas
después de la guerra civil basándose en sus apuntes.
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